Miles de manifestantes llegaron hasta la Puerta del Sol, en Madrid, para un mitin de cierre de la paralización. (Foto: Reuters)
El Estado del malestar
Por: Agustín Haya de la Torre
A cien días de su instalación, los planes de Mariano Rajoy para sumar adhesiones a su plan de desmontar los servicios públicos en España, han sufrido un duro revés.
A cien días de su instalación, los planes de Mariano Rajoy para sumar adhesiones a su plan de desmontar los servicios públicos en España, han sufrido un duro revés.
Primero fueron dos elecciones regionales que daban por ganadas en Andalucía y en Asturias. Colocar un presidente de la derecha en Sevilla les sabía a gloria, tras treinta años de hegemonía del PSOE y la Izquierda Unida. Las encuestas les garantizaban una ventaja de veinte puntos y la mayoría absoluta. Se quedaron en 50 escaños, largamente superados por los 62 que suman los socialistas y la IU. En Asturias les sucedió algo parecido, las dos formaciones de la derecha fueron superadas por las izquierdas.
El remezón más severo lo recibió con la contundente huelga general del 29 de marzo. Las dos grandes centrales sindicales, la UGT y Comisiones Obreras, paralizaron el país. Todas las capitales ibéricas vivieron una protesta de centenares de miles de ciudadanos que dejaban de laborar y salían a las calles a protestar.
El proyecto del Partido Popular es muy semejante a las recetas neoliberales de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, solo que más burdas. Pretende recortar en un tercio el presupuesto de la sanidad, la Educación y la seguridad pública, además por cierto de suprimir partidas de blancos tan emblemáticos como la cultura y la investigación científica.
Con la manida ecuación de la vulgata thatcherista, quieren eliminar miles de empleos “para crear nuevo empleo” y reducir a cero la inversión pública “para reactivar la economía”.
Además anuncia la legalización del fraude fiscal para “captar capitales” y ha comprometido más dinero en pagar la deuda pública que en las remuneraciones del Estado.
Como siempre sucede con estas cosas, los ricos se verán beneficiados mientras los pobres irán al paro y a la depresión. A diferencia de lo que sucedió en los noventa con Menem o Fujimori, España tiene un sólido sistema de partidos y fuerzas de izquierda consistentes. No son partidos azuzadores sino fuerzas de gobierno. Reflejan un espectro social que muchas veces tiene sus propios criterios, como el que manejan los sindicatos que tienen la autonomía suficiente para convocar a los ciudadanos en defensa de derechos fundamentales.
La otra gran ventaja es de que se trata de una izquierda de profundas convicciones democráticas, que ha gobernado y aspira a volverlo a hacer. No es la demagogia la que guía sus pasos sino los principios de la democracia constitucional.
Hay pues una Europa de los derechos que recupera posiciones también en Francia e incluso en Alemania; que cree que la democracia regula al mercado y no que el mercado subordina a la política y a la sociedad a favor de los más ricos. El Estado para el bienestar de los ciudadanos se defiende contra este intento de resucitar el catecismo del pensamiento único de los años ochenta que provocó un gran malestar social.
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